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La humanidad en lata

  • Por Soy502
24 de enero de 2018, 18:44
El elevador es un espacio no apto para la convivencia humana, como se ve en esta imagen captada en la Torre de Tribunales. (Foto: Jesús Alfonso/Soy502)

El elevador es un espacio no apto para la convivencia humana, como se ve en esta imagen captada en la Torre de Tribunales. (Foto: Jesús Alfonso/Soy502)

Hágame un favor. Estire sus brazos, entrelace las manos. La distancia entre su pecho y los dedos, hacia adelante, atrás y a los lados, ese es su Espacio Social Mínimo. Usted tiene el derecho inalienable a habitar esa cápsula virtual. Nada ni nadie debería invadir ese recinto. Sin embargo, la sociedad moderna nos obliga en muchos momentos a renunciar a ese derecho. Dos de los más comunes, en una orgía y en el ascensor. Hoy hablaremos del más incómodo de los dos: el ascensor.

El hombre de las cavernas jamás se imaginó suspendido en el vacío, compartiendo un espacio de dos metros cuadrados dentro de una caja de metal cargada de una tonelada de raza humana. No estamos listos aún para tolerar la serie de eventos desafortunados y nefastos personajes que pululan por los pasillos de un edificio esperando el elevador.

Ese pequeño demonio que presiona todos los botones ante la indolencia de su padre justo cuando usted ya se mea. Otro oprobioso: el huevonote que lo usa para subir o bajar un solo piso. El talibán que le estornuda en la nuca. Talibán, sí. ¡Porque estornudar sin taparse la trompa dentro de un ascensor también es terrorismo! Y el peor de todos, el tarado que no acepta que no le entra la señal. “¿Me oís ahí vos? ¿Y ahí? ¿Ahí ya? Es que fíjate que voy en elevador pero contame”. Para ese hay reservado un sector en el infierno donde no llega ni una barrita.

Me pasó un día en un elevador, como empiezan muchas anécdotas. Una doñita mantenía una conversación por su celular y por ingenuote me atreví a decirle: “Mire señora, así en buena onda, no solo viene gritando, si no que tiene la conversación en espiquer, hay más gente aquí y esto va lento.” “Pues fíjese que yo tengo derecho a mí libertá de expresión y además eso de ponerse el celular en la oreja lo deja sordo a uno.” Mejor me bajé y subí doce niveles a pata.

En los ascensores de Tribunales coinciden todos los sectores de la sociedad de Guatemala. (Foto: Jesús Alfonso/Soy502)
En los ascensores de Tribunales coinciden todos los sectores de la sociedad de Guatemala. (Foto: Jesús Alfonso/Soy502)

Incomodidad, desesperación, malestar, impotencia, pena, penajena, aflicción, achicopalamiento, clavo, chiveazón y hasta calentura. Miradas férreas que evitan  generosos escotes, otras endebles que caen en el abismo entre dos pechos para recibir una regañada por mañosos. Narices que resisten estoicas al pedo, aliento y sobaco ajeno. Roces, arrimones, gritos, llantos, los cinco sentidos ultrajados en dos metros cuadrados. Hábitat de los silencios más incómodos. El elevador es terreno de lo ajeno, tortura de lo propio. 

Fuente de inverosímiles anécdotas y hasta leyendas urbanas. El ascensorista que pregunta a una pareja gay: “¿A cuál piso?”. “A cualquiera de los dos”, le contesta uno. El señor que pasó un fin de semana atrapado defecando en sus zapatos. El pobre cristiano que se entera que está muerto, a lo Bruce Willis en Sexto Sentido, cuando todos los elevadores le cierran la puerta en la cara porque los sensores no lo detectan. (Le pasó a un amigo).

En un ascensor se puede encontrar desde el amor hasta la muerte. La pareja de desconocidos cuyas manos se tocaron al presionar un botón y ahora están felizmente divorciados. El tramitador que murió partido en dos cuando trató de salir de un elevador que se había quedado trabado a media altura de la puerta, en el edificio de Finanzas, allá por los 80, en tiempos de Shíos Mon, cuando el racionamiento de energía era cotidiano. La patoja que iba a ver a su abuelito al Rúsvel y quedó encerrada 12 horas en el elevador con un cadáver que terminó liberando gases desde el más allá.

Si un día se ve en la necesidad de ir a la Torre de Tribunales, (riesgo que disminuye significativamente cuando usted no ocupa una curul en el Congreso) repare en algo. Es en esos antiguos y destartalados ascensores coincide todo el espectro de la sociedá guatemalteca. Ahí naranjas de VIP ni privilegio de clase: desde el más encopetado hasta el más pelado, del más canche al más prieto (mi compañero), desde el de La Cañá hasta el de La Limoná.

Me cuenta un amigo abogado: “un día iba yo subiendo y en eso entra el mero tatascán del CACIF y detrás de él, un marero enchachado haciendo un 18 con los dedos”. La señora con señales de violencia doméstica, el jornalero que trabajó 25 años para descubrir que nunca le pagaron el IGSS descontado religiosamente en la finca. El hijo de papi que se estrelló borracho a las 5 AM contra un carro lleno de niñas que iban al colegio y saldrá impune por cuarta vez del tambo. El culpable y el inocente, el ángel y el demonio.

Del infierno al cielo se sube en un ascensor. 

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